Por Matías Valenzuela
Pareciera ser notablemente «fácil» para el ciudadano promedio derechizarse en los tiempos que corren. Un individuo formateado por el paradigma de las pantallas y los píxeles, a menudo, no lee ni le interesa el pensamiento mínimamente estructurado. Adherir a la ultraderecha hoy no requiere de una formación ideológica sólida; basta con identificar como enemigo al que está más abajo —especialmente si es de piel más oscura y pobre—, odiar lo que no se comprende y naturalizar las injusticias. Estas dejan de ser vistas como el resultado de una organización social y de poder específica, para ser aceptadas como simples consecuencias de un orden natural e inamovible.
Esta ultraderecha contemporánea es la expresión política que mejor se adapta al ecosistema digital donde la verdad se ha subordinado a la intensidad. No se trata solo de que lo «emotivo» prime sobre lo «racional», sino de una economía afectiva más compleja: es la explotación política de las ansiedades profundas, las angustias inconscientes y el malestar difuso que caracteriza a la subjetividad en el capitalismo tardío. Las redes sociales, principales estructuradoras del sentido común, no operan solo con emociones simples, sino que canalizan y amplifican estas psicologías subterráneas —el miedo a la decadencia, el pánico a la irrelevancia, la rabia por una pérdida de privilegios que se experimenta como agravio—, ofreciendo soluciones simples a conflictos psicosociales intricados. La política, así, se reduce a una vibración emocional inmediata y catártica, donde el «enemigo designado» funciona como un chivo expiatorio que organiza y alivia, momentáneamente, una pulsión de malestar insoportable.
De ahí que sea casi una contradicción encontrar expresiones o candidatos ultraderechistas que sean serios y mínimamente veraces. Que personajes extravagantes y con extensos historiales delictivos o delirantes se erijan como líderes globales contra el progresismo no es accidental, sino constitutivo de nuestro tiempo. Encarnan, sin mediaciones, la misma lógica del espectáculo y la descomposición que los produce: son espejos de las fracturas que dicen querer reparar. Es la manifestación lógica de un momento histórico en el que, al mismo tiempo que las sociedades se retrotraen cognitivamente (con una capacidad de concentración y pensamiento crítico en declive), segmentos significativos de la población, impulsados por estas economías del resentimiento y el desencanto, se van derechizando.
Por ello, nuestra lucha como progresistas no es meramente contra los Trump, los Milei o los Kast. Esas figuras, intelectualmente vulgares —sí, intelectualmente vulgares—, están condenadas al basurero de la historia. La verdadera batalla es contra el paradigma epocal que moldea a un nuevo tipo de sujeto: una gente cuyo paisaje interior está colonizado por ansiedades convertidas en dogmas, que desprecia la ciencia en nombre de creencias que calman su incertidumbre, que teme a lo distinto e inofensivo mientras celebra lo conocido que la oprime, y que normaliza la crueldad porque le promete un orden en un mundo que vive como caótico y amenazante. La derechización avanza de la mano de la explotación de este malestar y la alienación de las masas. Contra eso es que luchamos: contra los tiempos oscuros que ya vislumbramos.
Frente a este panorama, debemos armarnos con el optimismo de la voluntad, como decían por ahí. Porque si no actuamos, el mundo se encamina hacia un sinsentido ultraderechizado e invivible; un horizonte muchísimo más sombrío que el que ya enfrentamos. Difícil, pero necesario.
Santiago de Chile, 9 de septiembre 2025
Crónica Digital