“El derecho debe dejar de ser el administrador técnico del colapso” – Al servicio de la verdad

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“El derecho debe dejar de ser el administrador técnico del colapso” – Al servicio de la verdad

Se trata de un trabajo riguroso, que aborda el aún polémico tema de considerar la naturaleza como “sujeto de Derecho”. Es el libro “Derechos de la Naturaleza desde el Mediterráneo. El Diálogo Sur–Sur”. Fue coordinado por los connotados catedráticos españoles Rubén Martínez Dalmau y Aurora Pedro Bueno, y publicado por Pireo Editorial de Valencia.

Fue recién presentado en Chile, en la Universidad Academia de Humanismo Cristiano, con la participación de su Rector Álvaro Ramis; así como académicos de las carreras de Antropología y Derecho, como sus coautores. Uno de ellos es el chileno Matías Valenzuela, PhD en Derecho y Cambio Climático, que contribuyó con el capítulo “Derecho y Cambio Climático: Reflexiones desde la teoría crítica del derecho”. Sobre la materia, sostuvo una conversación con Crónica Digital.

Su capítulo propone una crítica radical al derecho moderno por su base antropocéntrica y su rol en la crisis climática. En concreto, habla de la necesidad de un “constitucionalismo de la fragilidad”. ¿Podría explicarnos en qué consiste este giro y por qué es tan urgente?

–Claro. El constitucionalismo clásico, heredero de la Ilustración, se edificó sobre la ficción de un individuo autónomo, propietario y separado de la naturaleza. Esta ontología dualista, que reduce lo no–humano a un recurso explotable, es la base jurídica que ha legitimado el metabolismo social extractivista. El “constitucionalismo de la fragilidad o interdependencia” surge como una respuesta a la bancarrota epistémica de este modelo en el Antropoceno. Reconoce nuestra vulnerabilidad radical y nuestra dependencia constitutiva de los sistemas biogeofísicos. Se trata de un cambio de paradigma que desplaza los ejes del derecho: de la propiedad al usufructo condicionado, de la soberanía estatal absoluta a la responsabilidad ecológica intergeneracional, y del individuo a la comunidad de vida. La urgencia es existencial: superamos el año 2024 el umbral de 1.5°C, y cada fracción de grado adicional acerca a los ecosistemas a puntos de no retorno. El derecho debe dejar de ser el administrador técnico del colapso para convertirse en el arquitecto de una nueva relación sociedad–naturaleza.

Critica usted lo que llama “tecno–optimismo”, la fe en que la tecnología nos salvará sin cambiar el modelo. En Chile, sin embargo, vemos cómo se promueve una “transición energética” basada en megaproyectos de energías renovables que, a menudo, replican lógicas extractivas. ¿Cómo ve esta tensión?

–Es justamente el núcleo de la crítica. Lo que autores como Sánchez Contreras y Matarán Ruiz denominan “colonialismo energético” se manifiesta con claridad en Chile. La instalación masiva de parques eólicos y solares en los territorios, frecuentemente sin consulta indígena vinculante y afectando ecosistemas frágiles, no cuestiona la lógica del crecimiento ilimitado. Simplemente, cambia la fuente de energía, pero mantiene el patrón de acumulación, la concentración de los beneficios y la externalización de los costos socioambientales hacia las comunidades locales. Esto no es una transición justa, sino un “ecologismo de élite” que perpetúa la colonialidad del poder/saber. La verdadera solución no está en más tecnología para controlar la naturaleza, sino en una ética del cuidado que priorice la justicia distributiva y el reconocimiento de la agencia de los territorios.

Hablemos de Chile. El Gobierno del Presidente Boric ha impulsado un proyecto para agilizar la permisología ambiental, lo que fue visto por muchos como un retroceso en la protección. Además, tenemos graves casos de “zonas de sacrificio” como Quintero–Puchuncaví y, acá cerca, dentro de la RM, por ejemplo los conflictos en Melipilla por la contaminación industrial. ¿Qué lectura hace desde su marco teórico?

–Lo ocurrido en el país es un ejemplo paradigmático de la “esquizofrenia normativa” del Antropoceno. Por un lado, se habla de crisis climática y transición ecológica, y por otro, se flexibilizan los marcos regulatorios para facilitar la inversión, muchas veces a costa de los derechos de las comunidades y la integridad de los ecosistemas. El caso de Melipilla, donde comunidades agrícolas se enfrentan, no solo   a la escasez hídrica exacerbada por los modelos agroindustriales y por proyectos que comprometen las napas subterráneas, sino también a altísimos niveles de polución, representa la injusticia ambiental global. Las “zonas de sacrificio” son la expresión más cruda de un derecho que opera como un dispositivo de desposesión, donde la lógica del capital decide qué territorios y qué cuerpos son sacrificables. Agilizar permisos sin fortalecer simultáneamente la protección, la participación y los derechos de la naturaleza es un retroceso civilizatorio que nos aleja de un constitucionalismo de la fragilidad y nos hunde más en la crisis.

Frente a este panorama, ¿ve alguna luz de esperanza en el ámbito institucional chileno?

–Absolutamente. En medio de estas contradicciones, surgen iniciativas legislativas que van en la dirección correcta. Un ejemplo clave es el proyecto de ley presentado por la diputada Camila Musante que busca crear un Defensor de las Futuras Generaciones. Esta figura es una materialización concreta del principio de la justicia intergeneracional que defiendo en el capítulo. Instituciones similares, como el Ombudsman para Generaciones Futuras en Gales o Hungría, han demostrado ser herramientas eficaces para auditar políticas públicas con una mirada de largo plazo, forzando al Estado a rendir cuentas no solo ante los ciudadanos de hoy, sino ante los que están por nacer. En el contexto de la adaptación al cambio climático en Chile, una institución así sería clave para evaluar la solidez de los planes de descarbonización, la protección de glaciares y acuíferos, y para prevenir la creación de nuevas zonas de sacrificio. Es un paso pequeño pero significativo hacia una gobernanza policéntrica y una democracia que amplíe su horizonte temporal.

Su capítulo concluye que el Antropoceno es un colapso epistémico. ¿Qué le diría a las y los jóvenes abogados que quieren formarse para ser parte de la solución y no del problema?

Por supuesto sin hacerlo desde un altar porque somos personas con luces y sombras, les diría que la educación jurídica tradicional es insuficiente. Necesitamos abogados y abogadas que sean “bilingües”: que dominen el lenguaje técnico del derecho positivo, pero que también sean capaces de dialogar con la ecología, la filosofía, las cosmovisiones indígenas y la crítica anticolonial. Que se formen en el Sumak Kawsay, en el Ubuntu, en el ecofeminismo. El desafío no es aprender más normas ambientales, sino avanzar en desaprender los fundamentos antropocéntricos del derecho. Debemos pasar de ser técnicos que aplican reglas a ser arquitectos de nuevas instituciones, humildes y arraigadas en la interdependencia vital. Como dice Boaventura de Sousa Santos, es hora de aprender desde el Sur global. La audacia jurídica, la capacidad de imaginar un derecho distinto, no es una opción en tiempos de colapso, es un imperativo ético. Y en ese camino, la defensa de los bienes comunes, de los derechos de la naturaleza y de las generaciones futuras es la tarea más noble a la que podemos aspirar.

Santiago, 19 de octubre de 2025.

Crónica Digital.

 

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