Por Álvaro Ramis
Cada cierto tiempo, las sociedades se preguntan con estupor cómo puede ser que el fascismo —esa ideología que parecía derrotada por la historia— vuelva a encontrar terreno fértil. Las respuestas suelen ser múltiples: crisis de los sistemas democráticos, descontento social, pérdida de confianza en las instituciones, miedo de las clases medias a perder su estatus, desorientación cultural, o incluso la fascinación por los liderazgos fuertes. Todos estos factores son reales y se combinan en una trama compleja, pero hay uno que, sin ser monocausal, resulta siempre decisivo: el financiamiento.
Ningún movimiento fascista se sostiene sin dinero. Ninguno se vuelve hegemónico solo por las pasiones colectivas o por la desafección política. Detrás de cada discurso que exalta la patria, el orden o la identidad, hay capitales que apuestan a la protección de sus privilegios. Esa es la causa eficiente del fascismo, la que le da cuerpo, músculo y permanencia. Sin esa red de financiamiento, los fascismos históricos no habrían pasado de ser un puñado de agitadores ruidosos y marginales.
Pocas veces la historiografía logra mostrar con claridad ese momento en que el fascismo deja de ser una furia desordenada para convertirse en un proyecto político viable. El cine y la literatura, en cambio, pueden hacerlo con una precisión emocional que ninguna estadística alcanza. Es lo que ocurre en Mussolini, el hijo del siglo, la serie basada en la novela de Antonio Scurati.
En una de sus escenas más significativas, el naciente movimiento fascista se presenta por primera vez a elecciones en Italia y obtiene un miserable 0,2% de los votos. Los periódicos de Mussolini están en la ruina, sus militantes se disuelven, la frustración es total. Ni los veteranos de guerra, ni la crisis del parlamentarismo, ni la violencia de las calles logran transformar el caos en poder político. Todo parece destinado al fracaso… hasta que interviene el dinero.
Los grandes grupos financieros e industriales del norte —la familia Ansaldo, las factorías metalúrgicas, los bancos— ven en Mussolini una herramienta útil. Temen la expansión de los sindicatos, las huelgas obreras y la creciente influencia del socialismo. Y entonces lo adoptan. Lo financian generosamente, le abren oficinas lujosas, le proveen de medios, de propaganda y de logística. A partir de ese momento, el fascismo deja de ser una rabia plebeya para convertirse en la guardia blanca del capital financiero. Su violencia ya no se dirige al sistema, sino a quienes lo desafían.
El último plano de esa secuencia muestra a Mussolini instalándose en un departamento exquisito, decorado en art déco, mientras inaugura las nuevas oficinas de su partido y su periódico. Es la imagen precisa del tránsito del agitador al dictador, del caos al orden burgués.
Por eso, cuando nos preguntamos hoy por qué avanza el fascismo, no basta con mirar los miedos o frustraciones de las masas. Hay que seguir la pista del dinero. Porque, como entonces, el fascismo no surge de la pobreza, sino de la inversión. Su verdadero sostén no está en los gritos de las plazas, sino en los silenciosos despachos donde los poderosos deciden financiar su retorno.
Álvaro Ramis es rector de la Universidad de Humanismo Cristiano
Santiago de Chile, 9 de octubre 2025
Crónica Digital