“La educación no cambia el mundo, cambia a las personas que van a cambiar el mundo.” Paulo Freire
Siempre nos dicen que estamos mejor que antes. Que ahora podemos comprar más cosas, que hay más crédito, más oportunidades. Que tener acceso a un mundo de objetos que antes eran inalcanzables es sinónimo de seguridad, de progreso, de pertenencia, de movilidad social. Pero ¿de verdad lo es? ¿De verdad el televisor más grande, el celular más nuevo, el auto en cuotas, la casa hipotecada por 30 años son pruebas de que hemos avanzado?
Miro alrededor y no veo seguridad. Veo vidas que caminan al borde del quiebre. Veo sueldos que se hacen nada, tarjetas de crédito que se usan para llegar a fin de mes, comprar medicamentos y comida, deudas que crecen como maleza y que hipotecan no solo el futuro, sino también el presente, con el fantasma constante de la incertidumbre disfrazada de lujo. Veo familias que no tienen espaldas, que no cuentan con herencias ni patrimonios que las sostengan, el ahorro es un lujo al que pocos acceden y es fungible pues, a la primera emergencia, solo amortigua un poco el golpe antes de desaparecer. Entonces me pregunto: ¿qué clase de bienestar es ese que se derrumba en un abrir y cerrar de ojos?
El consumo se ha convertido en el gran paliativo al vacío de nuestro tiempo. Nos hace creer que somos libres porque elegimos entre marcas, porque decidimos qué comprar, qué vestir, qué mostrar. Pero no elegimos nada. La rueda gira siempre en la misma dirección, hacia el beneficio de quienes concentran el capital. Marx lo llamaba “el fetichismo de la mercancía”, objetos que parecen tener valor por sí mismos pero que en realidad esconden las relaciones de explotación que los producen. Y Bauman lo advirtió hace años, vivimos en una “modernidad líquida” donde todo es frágil, donde la abundancia es un espejismo que se disuelve apenas ocurre una crisis. Basta una enfermedad, un despido o un alza en el costo de la vida para que la ilusión se desplome.
Nos repiten que todo depende del esfuerzo individual. Que si trabajamos duro “vamos a salir adelante”. Que el mérito es el único camino. Ese discurso se repite y se instala porque necesita creyentes para sostener los tronos de quienes lo profesan. Porque si creemos que todo depende de nosotros y que solo así superaremos las carencias, también dejamos de mirar hacia arriba, dejamos de ver la injusticia y de exigir cambios estructurales. Richard Sennett lo describió con precisión, el capitalismo flexible exige adaptación constante, pero al mismo tiempo destruye la lealtad, la seguridad y la comunidad.
No basta con sobrevivir. También debemos vernos exitosos. Hay que sonreír en Instagram; hay que mostrar el viaje soñado, aunque esté financiado a 24 cuotas; hay que aparentar bienestar aunque estemos agotados. No hay satisfacción profunda en ese consumo, solo una cáscara vacía de lo que nos inculcaron que “debe ser”, de lo que nos muestran en la TV y la publicidad y que tan profundamente ha echado raíces en nosotros. Por ahí leí alguna vez, “La sociedad de consumo moldea nuestros deseos para alinearlos con lo que el sistema necesita. Consumir deja de ser un acto económico, se transforma en un mecanismo de control político”.
Y en esa realidad cruel, el juego se vuelve perverso: el individualismo se convierte entonces en lo natural. “Sálvate tú” “cuida de los otros lo tuyo” “te lo van a quitar para ayudar a los pobres” (haciéndote olvidar que tú también lo eres), la clase media “emergente” es una fantasía. “Si te esfuerzas, vas a poder.” Pero nadie nos recuerda que no todos partimos desde el mismo lugar, que hay quienes nacen con décadas -a veces siglos- de ventaja acumulada, las clases dominantes en Chile siguen siendo las mismas familias de siempre, descendientes de la aristocracia colonial que, generación tras generación, acumularon tierras, poder, conocimiento y capital. A nosotros, en cambio, nos queda trabajar sin descanso para conservar lo poco que “tenemos”. No hay redes que nos sostengan si caemos. No hay herencias, no hay apellidos rimbombantes. Todo es frágil, todo pende de un hilo.
Mientras creemos que elegimos, en realidad seguimos el guion que otros escribieron. Uno que nos quiere endeudados, entretenidos, adormecidos. Porque la ignorancia -esa “bendita ignorancia” de la que tanto se habla- no es casual, es el efecto buscado de un sistema que necesita que no pensemos demasiado. Que no cuestionemos. Que no tengamos tiempo para preguntarnos por qué trabajamos 45 horas semanales y apenas podemos pagar el arriendo. Por qué la mitad de los jubilados vive en el miedo del futuro y sobrevive con pensiones que no alcanzan. Por qué tenemos que agradecer un bono mientras unos pocos acumulan fortunas inimaginables.
Nos enseñan desde pequeños a buscar satisfacción inmediata y a desconfiar de la profunda. A preferir el “me gusta” en una red social a la lectura de un libro que nos cambie la forma de pensar. A valorar más un teléfono nuevo que una conversación incómoda sobre política. Y así, la educación -esa que debería liberarnos- se transforma en otro engranaje del sistema. Pierre Bourdieu hablaba de “reproducción social”, la escuela no rompe las desigualdades, las perpetúa. Nos enseña a obedecer, a no cuestionar, a responder sin pensar demasiado. Se castiga la rebeldía, el cuestionamiento, y el pensamiento crítico se tacha de amargura, pesimismo o resentimiento. Se nos forma para servir, no para transformar. Paulo Freire lo expresó con claridad, “La educación no cambia el mundo, cambia a las personas que van a cambiar el mundo.” Pero en un sistema donde pensar es peligroso, el pensamiento se limita a lo funcional, a lo productivo.
Eduardo Galeano decía que “la educación bancaria llena de palabras que no dicen nada, de información que no explica nada”. Y tenía razón. En Chile no se educa para pensar, se educa para producir. Para ser piezas reemplazables en una maquinaria que necesita manos dóciles y mentes distraídas.
El mito de la movilidad social atraviesa como una espada nuestro sistema educativo, estudiamos con crédito y nos titulamos endeudados, empezamos a trabajar y tenemos que elegir entre si comer o vivir solos, empieza la constante, la satisfacción superficial para soportar horas de trabajo que nos dejan sin libertad… ¿Qué fuerza tienen las madres y los padres para hablar de política o reflexionar con su hijo? Llegan cansados, agobiados, vacíos y frustrados al hogar que tienen, sabiendo que, al terminar una vuelta, viene otra igual, quiebran la monotonía con decisiones suntuarias que, en sí, no están mal (pero si lo están cuando sirven para adormecernos), vuelven a la rutina más cansados, soñando con lo que no tienen para vivir adormecidos en una mera expectativa.
Así se naturaliza la precariedad, pues teniendo hoy mucho más acceso al conocimiento, las nuevas generaciones están más absortas en lo mundano, lo instantáneo, lo fútil e intrascendente. En lo personal, me crie en un hogar donde se hablaba de política, donde se me enseñó desde pequeña a tener un pensamiento crítico activo, una incomodidad que carcomiera mi interior cuando fuera testigo de una injusticia y que me obligara a accionar. Esa crianza, cada día más escasa, porque la conversación se diluye entre emojis y reels, los padres asustados de perder, sin saberlo, se vuelven cada día más autómatas, no observan a sus hijos, no hablan con ellos, solo les dan lo que ellos antes carecieron, reemplazando con una pantalla la soledad de estos tiempos, quitándoles aquello en que sí éramos ricos y no lo sabíamos: cobijo, familia, pensamiento, opinión, crítica social, conciencia de clase. Porque crecer en un hogar como el mío sí fue un privilegio, uno diferente, uno que no se cuenta en pesos o dólares. Crecer admirando a un padre consecuente y luchador, para mí fue un lujo.
A esto se suma otro frente silencioso: la cultura. Lo que alguna vez fue herramienta de resistencia, hoy se disuelve en mero entretenimiento y ha sido también despojada de su potencia transformadora. El arte, la música, el cine, la literatura, que alguna vez fueron herramientas de conciencia y resistencia, hoy se reducen muchas veces a simples mercancías. La música, que levantó pueblos, hoy rara vez incomoda; las canciones ya no denuncian, acompañan el scroll infinito. El arte que cuestionaba ahora decora paredes. El mercado lo absorbió todo: el ritmo que antes marchaba en las calles ahora vende zapatillas. Y con ello nos arrebata uno de los vehículos más potentes de conciencia y transformación. Lo que debía provocar reflexión ahora distrae. Y esa es también una forma de control: una cultura vaciada de contenido político es una cultura que ya no cuestiona, que ya no incomoda, que ya no moviliza. En palabras de Gramsci, “la hegemonía no se impone solo con la fuerza, sino con el consentimiento”. Y ese consentimiento se construye también desde la industria cultural, moldeando deseos, adormeciendo conciencias, disfrazando el entretenimiento de libertad.
Tal vez la verdadera revolución sea volver a pensar. Volver a organizarse. Volver a mirar más allá del consumo y de la deuda. Recuperar la conciencia de clase. Reconocer que el mérito individual no basta cuando el punto de partida no es el mismo para todos. El mito de la movilidad social no es más que eso, un mito. Y sin embargo, seguimos corriendo. Seguimos hipotecando nuestras vidas para sostener la ilusión de que “vamos por buen camino”.
Cuando Allende exclamó tan lúcido y calmo, en su último discurso, “La historia es nuestra y la hacen los pueblos”. Más que una declaración, estaba entregando un mandato ético, una responsabilidad colectiva. Porque para hacer la historia hay que entenderla, y para entenderla hay que aprender a mirar más allá del discurso oficial.
Debemos construir activamente nuestra historia, conocerla, narrarla con nuestras propias voces y a transformarla con nuestras propias manos. Allende nos interpela a no ser espectadores, sino protagonistas, a no resignarnos al rol que otros nos asignan, sino a cuestionar el guion y escribirlo de nuevo. Conocer la historia y construirla se vuelve nuestra responsabilidad colectiva. Y hacerla es, ante todo, un deber. No uno fácil ni inmediato, pero sí urgente. Uno que empieza por no olvidar que pensar, cuestionar, rebelarse y construir juntos no es un lujo: es la única manera de ser verdaderamente libres.
Porque si renunciamos a pensar, ellos ganan. Y si pensamos juntos, podemos cambiarlo todo. Tal vez el primer paso para hacerlo sea recuperar la capacidad de imaginar un futuro distinto, más digno, más justo, más humano. Ese es nuestro deber histórico.
Por Macarena López
Santiago de Chile, 9 de octubre 2025
Crónica Digital